viernes, 27 de agosto de 2010
viernes, 30 de julio de 2010
TENSIÓN SEXUAL NO RESUELTA
España, 2010. comedia
Guión: Miguel Ángel Lamata, Miguel Ángel Aijón
Reparto: Fele Martínez, Norma Ruíz, Amaia Salamanca, Adam Jezierski, Pilar Rubio, Miguel Ángel Muchoz, Joaquín Reyes, Salomé Jiménez, Santiago Segura, Samuel Miró
viernes, 23 de julio de 2010
ZIZEK!
Nosotros siempre deberíamos reinventar la utopía, pero en qué sentido, hay dos significados falsos: Uno es este antiguo consejo de imaginarse una sociedad plural que sabemos que nunca se va a concretar y la otra utopía es esta utopía del capitalismo en la cual uno sigue encontrándose con nuevos deseos perversos que no solamente quiere realizar sino que lo obligan a uno a realizar, por ejemplo, y esto que les voy a contar ahora no es un chiste sino que es cierto, en unas pequeñas comunidades norteamericanas bastante radicalizadas hablan del la siguiente opción: hablan de que la gente que adopta a la necrofilia en realidad están sufriendo una desventaja en la sociedad que quizás habría que encontrar la forma de suministrarles los cuerpos, imagínense, se ve como algo posible hacer el amor al cadáver pero por otra parte ustedes serían utópicos si creyeran en la posibilidad de controlar las fluctuaciones monetarias internacionales.
Yo creo que a diferencia de este tipo de utopía, la verdadera utopía no es algo que uno se imagina, un sueño, sino que es algo que en realidad surge de un impulso, de una necesidad pura y autentica de sobrevivir, una necesidad de supervivencia cuando uno se encuentra en una situación en la que ya no es posible una salida dentro de las coordenadas de lo habitual, entonces nuevamente destaco que la utopía es algo que uno se ve obligado a imaginar uno se ve forzado a imaginarla y no es algo que surja libremente de una fantasía sino que es un imperativo de una urgencia de una situación."
lunes, 19 de julio de 2010
La inseguridad social será el tema del futuro

por Laura Di Marco para La Nación, 28-11-2007
Louis Wacquant, de 47 años, es el principal discípulo del sociólogo francés Pierre Bourdieu, uno de los más influyentes y conocidos del siglo XX. Con él escribió Una invitación a la sociología reflexiva.
- Usted dice que el crecimiento económico no sólo traerá bienestar, sino también más marginalidad. Pero la verdad es que no me imagino a los políticos argentinos proponiendo un retroceso. ¿Qué solución potable sugiere?
-La solución no pasa por frenar el crecimiento, sino por dejar de ilusionarse con que remediará la marginalidad, porque es al revés: traerá más pobres si nos quedamos esperando que el mercado laboral mejore y que la gente consiga trabajo. La expansión del trabajo precario asalariado, con baja remuneración, hecho que ya estamos viendo en los países más desarrollados, generaliza la inseguridad social. Es necesario buscar políticas públicas que ataquen la marginalidad en forma más directa.
- ¿Cómo es eso? Si no es del trabajo, ¿de qué vamos a vivir?
-La principal fuente de marginalidad es el desempleo y la proliferación del trabajo part time y en negro, y eso no se resolverá con el crecimiento económico. La precariedad no es un fenómeno pasajero ni del pasado: está en nuestro futuro. En adelante, ya no podremos depender del salario para garantizar lo básico. Se requerirá un mayor compromiso del Estado para distribuir los principales bienes sociales: tener un techo sobre la cabeza, no morir de una enfermedad curable, poder trasladarse, tener acceso al entrenamiento laboral...
- ¿Propone algo así como un piso mínimo de derechos básicos, garantizado por el Estado?
-Sí, pero cuando hablo de una política pública igualadora no es porque ame el Estado. No debe ser entendido el Estado como la teología de la izquierda. Precisamente a mí me parece que el desafío del siglo XXI es salir de la discusión de Estado versus mercado, como si fuera un debate religioso. El punto es que hasta ahora no se ha inventado un instrumento mejor para reducir la desigualdad. Mientras los pobres afrontan una inseguridad objetiva, la clase media sufre otro tipo de inseguridad social. Se trata de la inseguridad subjetiva, porque los trabajos son cada vez menos seguros. Entonces se comienza a sentir incertidumbre por el futuro, la ansiedad de no saber si se podrá transmitir a los hijos el propio estatus social. Eso lleva a la clase media a sentir hostilidad por los marginales, que aquí pueden ser los piqueteros. El rechazo esconde un temor profundo, que dice: "Ese podría ser yo". El piquetero es una amenaza concreta. (...)
- Algunos dicen que a ciertos sectores del poder, incluso a cierta dirigencia política, les conviene que haya pobres, porque son manejables.
-Yo diría, más bien, que no les importa. Hay un enorme egoísmo social que hace que los que más tienen digan: a mí me va bien, yo estoy haciendo plata. Es tu problema... Hay un individualismo que lleva, incluso, a echarles la culpa a los pobres por su condición.
- Muchas veces el poder político ha usado los planes sociales para generar redes de clientelismo y atacar la dignidad de las personas, en lugar de fortalecerlas.
-Yo creo, sin embargo, que este tema de la dependencia es un prejuicio contra los pobres. Se cree que si a los pobres se los ayuda con subsidios no van a trabajar, pero no se piensa lo mismo de quienes tienen bonos y participan en la Bolsa. Nadie dice que a quienes viven de rentas no les gusta trabajar. El trabajo implica participar en la corriente de la vida, hace a la identidad de las personas. Que se reciba un subsidio en forma de ayuda social no implica que la gente deje de trabajar. Ese es un mito.
sábado, 17 de julio de 2010
El fútbol, ese leal amigo del capitalismo

Por Terry Eagleton (*)
The Guardian / La Haine, 06/07/10
Si mala cosa es el gobierno de Cameron [Gran Bretaña] para quienes pretenden un cambio radical, la Copa del Mundo es todavía peor. Nos recuerda a todos lo que probablemente seguirá atravesándose en el camino de ese cambio mucho tiempo después de que la coalición [liberal-conservadora] haya muerto. Si cualquier fundación intelectual derechista tuviera que dar con un esquema capaz de distraer al populacho de la injusticia política y compensarlo por una vida de durísimo trabajo, la solución siempre sería la misma: fútbol. Salvo el socialismo, no se imaginado manera más refinada de resolver los problemas del capitalismo. Y en la concurrencia entre socialismo y fútbol, el fútbol va varios años luz por delante.
Las sociedades modernas niegan a los hombres y a las mujeres la experiencia de la solidaridad, experiencia que el fútbol proporciona hasta el extremo del delirio colectivo. Muchos mecánicos y muchos dependientes de comercio se sienten excluidos de la alta cultura; pero una vez a la semana son testigos de representaciones artísticamente sublimes, ejecutadas por hombres para los que el calificativo de genios no resulta, a veces, hiperbólico. Como en una banda de jazz o en una compañía de teatro, el fútbol amalgama talento individual deslumbrante y abnegado trabajo colectivo, resolviendo así un problema sobre el que los sociólogos han venido devanándose los sesos desde tiempos inveterados. Cooperación y competición, astutamente equilibradas. La lealtad ciega y la rivalidad a muerte gratifican algunos de nuestros más potentes instintos evolutivos.
El juego, además, mezcla encanto con ordinariez en sutiles proporciones: los jugadores son de factura heroica, pero una de las razones por las que los reverenciamos es por su carácter de alter ego; fácilmente podrían ser cualquiera de nosotros. Sólo Dios es capaz de combinar de esta guisa intimidad y otredad, y hace tiempo que ha sido rebasado en celebridad por este otro Uno indivisible que es José Mourinho.
En un orden social desnudo de ceremonia y simbolismo, el fútbol ingresa para enriquecer estéticamente la vida de gentes para las que Rimbaud es un grande del cine. El deporte es un espectáculo, pero, a diferencia del ofrecido por las paradas militares, un espectáculo que invita a la intensa participación de sus espectadores. Hombres y mujeres, cuyo trabajo es cualquier cosa menos intelectualmente exigente, pueden exhibir una asombrosa erudición a la hora de recordar la historia del juego o de describir analíticamente las destrezas de los jugadores. Doctas disputas, dignas de los foros de los antiguos griegos, afloran rebosantes en bares y mercados. Como en el teatro de Bertolt Brecht, el juego convierte en expertos a las gentes del común.
El vívido sentido de la tradición contrasta con la amnesia histórica de la cultura postmoderna, para la que cualquier cosa ocurrida hace 10 minutos tiene que ir a parar al basurero de las antigüedades. Hay incluso un punto de inflexión de género, porque los jugadores combinan la fuerza del púgil con la gracilidad de la bailarina. El fútbol ofrece a sus seguidores belleza, drama, conflicto, liturgia, carnaval y la impar marca de la tragedia, por no hablar de la oportunidad de viajar a África y volver sin abandonar la borrachera. Como alguna que otra fe religiosa, el juego determina qué tienes que vestir, con quién tienes que asociarte, qué himnos has de cantar y qué relicario de verdades transcendentes has de adorar. Junto con la televisión, es la suprema solución al inveterado dilema de nuestros amos políticos: ¿qué hay que hacer con ellos, cuando no están trabajando?
Durante siglos y en toda Europa, el carnaval popular, al tiempo que proporcionaba a las gentes del común una válvula de escape para sus sentimientos subversivos –profanando imágenes religiosas y haciendo ludibrio de sus señores y amos—, constituía un acontecimiento genuinamente anárquico, un anticipo de la sociedad sin clases.
Con el fútbol, en cambio, puede haber estallidos de populismo airado y rebelarse los aficionados contra los peces gordos empresariales que sacan pecho en sus clubs, pero en nuestros días el grueso del fútbol es el opio del pueblo, si no su crack cocaínico. Su icono es el impecablemente conservador y servilmente conformista David Beckham. Los Rojos ya no son los bolcheviques. Nadie que sea serio y esté a favor de un cambio político radical puede eludir la necesidad abolir este juego. Y cualquier grupo que lo intentara, tendría sobre poco más o menos las mismas posibilidades de llegar al poder que el máximo ejecutivo de British Petroleum de recibir una donación de Oprah Winfrey.
(*)Terry Eagleton, internacionalmente reconocido crítico cultural en la tradición marxista británica de Raymond Williams, es profesor de literatura en la Universidad de Manchester. Se ha publicado recientemente en castellano (editorial Debate) su interesante libro de memorias: “El portero”