sábado, 19 de septiembre de 2009

Memorias de Dogville








La parecita, la reja, el muro. Nuestra buena conciencia suele tener límites tan toscos como ésos. El bebé que estrellan contra la medianera no es nuestro. No es nuestro problema.

Yo pago mis impuestos.

Yo me levanto todos los días a las seis de la mañana.

Que algo en el espíritu de grupo se perdió (si es que alguna vez estuvo) no es novedad. Lo estremecedor, en todo caso, es la facilidad –¿la alegría?– con la que nos entregamos, encantados, al juego de delegar. “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”, dice el artículo 22. Habrá que sostener pues vía impuestos toda una panoplia de funcionarios más o menos eficientes, más o menos indolentes, pero el precio es más que acomodado si de conciliar el sueño se trata. Yo cumplo. Yo pago. Yo duermo.

Todos, de algún modo, pagamos por olvidar. Como si el combo de trabajo e impuestos al día nos absolviera de todo lo demás. Tal nuestra miserable corona de ajo contra todo lo espantoso del mundo. Con la siempre rendidora excusa del Estado ausente (que si bien se borra de infinitos lugares, hay otros en los que sencillamente no tiene modo de estar) es fácil sentirse a salvo de lo otro. De lo que se cuela. De eso para lo que no hay ni muro ni reja ni medianera que valga. De eso que persiste. Que vuelve. Que no deja dormir.

No, no es sólo la tan mentada “mala conciencia burguesa”. Es algo mucho más físico. Los ruidos de una trifulca feroz en la casa de al lado. Un piojo de tres años descalzo, en agosto, arriba del subte. Todos estuvimos alguna vez justo en ese lugar. De casualidad. Y la casualidad suele ser la excusa perfecta para cerrar la puerta, subir el volumen de la radio, bajarse en la que viene. Las casualidades son eso: el error en la trama, lo que pasa cuando no debería pasar. Sobre todo cuando uno paga sus impuestos. O se levanta a las seis.

Hace un tiempo, el caso del Chacal de Mendoza puso en escena uno de estos secretos a voces con fondo de barrio. Crímenes colectivos en los que uno actúa mientras los demás ofician de campana. O de silenciador, según se prefiera. En veinte años, el amable vecindario de La Cuarta asistió al griterío y a los golpes que salían de la casa de Armando Lucero en perfecta sordera. En perfecto silencio. “Estamos indignados, esto es aberrante; muchos de nosotros todavía no podemos creer que nadie haya hecho una denuncia”, le comentó al diario Los Andes una mujer que –¿ya adivinaron?– prefirió no dar su nombre. Una indignada de manual, reprochando en los demás lo que ella misma nunca se animó a hacer.

Hace un tiempo, también, escuché de boca de Alicia Pierini otra historia de paredes que oyen pero no escuchan. La defensora del pueblo de la Ciudad de Buenos Aires recordó que la investigación que terminó con la clausura de varios talleres clandestinos en Floresta, en los que se tenía reducidas a la esclavitud a decenas de personas, había comenzado, en realidad, como una denuncia por ruidos molestos. “Las máquinas de coser andaban sin parar 24 horas y no dejaban dormir a nadie”, dijo. A la gente de bien, se sabe, nada la perturba tanto como esos sonidos maleducados que no respetan la propiedad privada y se meten en la casa de uno como si tal cosa. Habrase visto.

Algo me dice entonces que no, que nunca fuimos Fuenteovejuna. Que siempre fuimos Dogville, la ciudad de los vecinos siniestros. Una verdad intragable de la que por lo visto tomamos conciencia sólo cuando un “hecho policial” cualquiera viene a revolearnos nuestra hipocresía en la cara. A repetirnos por vez un millón que hay cosas que no se delegan. Y más aún: que las casualidades no existen, como tampoco existen ciertos accidentes. Se trata, siempre, de violencias cocinadas a fuego lento y por mil y un cocineros. Pequeñas muertes anunciadas. De indefensos, casi siempre, masacrados a cuatro, seis, veinte manos, aunque sólo hayan sido dos las definitivas.

Hace tres años, en marzo y en España, una nena llamada Alba quedó convertida en vegetal. Su padrastro cada tarde la ataba desnuda a una silla, que sacaba al balcón. Le daba agua de a gotas. Cada tanto. Y, cada no tanto, le daba unas palizas feroces. La última, en marzo de 2006, la dejó sin voz y sin pasos, y con la edad mental de una nena de dos. La chica tiene varios más. Tiene, también, una madre y vecinos. Muchos vecinos que nunca oyeron nada. Que nunca vieron nada. Setenta balcones, y la peor flor: una nena desnuda y atada a una silla. En la ventana. En pleno invierno.

No, definitivamente nunca fuimos Fuenteovejuna. Nuestro silencio es cualquier cosa menos noble. No busca proteger al que liquida al Comendador abusivo, sino callar a coro crímenes cantados, en los que cada quien mata como puede. Cerrando la boca. Apartando la vista, casi siempre.

Aquí, hace exactamente cinco años, un hombre torturó durante 12 horas a un nenito de cuatro, hijo de su pareja. La paliza comenzó a las 3 de la mañana. Terminó a las tres de la tarde, con el nene sin nombre (en Dogville, se sabe, hacemos de la privacidad nuestra obsesión) reventando contra una pared. Fue en La Boca. Hubo también aquí una madre que no estuvo –algunas madres suelen tener la mala costumbre de no estar en el único momento en el que de verdad se las necesita– y muchos, muchísimos vecinos. Todos escucharon todo, pero nadie vio nada. O sí. En medio de esa masacre que duró horas, el asesino se cruzó enfrente a comprar cigarrillos. Hubo una kiosquera que lo vio venir por la vereda, despeinado y ya bañado en sangre. Le vendió el atado y siguió con lo suyo.

El cliente, se sabe, siempre tiene la razón.

También aquí, en Santa María de los Buenos Aires, y hace todavía menos, una mujer de 35 años murió tras otra golpiza feroz, a cargo de su novio. “Crimen pasional en Caballito”, titularon en ese club de amigos del pensamiento fácil que suelen ser los diarios. También aquí amables vecinos asistieron, pared de por medio, a un asesinato a distancia. La chica alcanzó a pedir auxilio, pero ni así hubo caso. “Eran gritos desesperados. Después, escuché un golpe seco y pensé: ‘La reventó contra la pared’”, confesó horas más tarde y frente a las cámaras de televisión una encantadora copropietaria rubia de lentes, como quien cuenta un choque.

Claro que en Dogville también hay traidores. Gente que se mete donde nadie la llama y que, cada tanto, rompe con la ommertá que rige en la ciudad de los cómplices. Uno de esos réprobos apareció hace días en San Luis. Llamó por teléfono a la policía y contó que acababa de ver a un señor en una 4x4 entrando a un hotel con una nenita. Las fuerzas del orden se tomaron su tiempo antes de intervenir pero sí: efectivamente, en el interior había una chiquita de 11 años junto a un señor de 51. “Los vecinos lo conocían como una persona seria y honesta”, explicó el oficial a cargo del operativo. Un comerciante exitoso, “felizmente casado”, padre de tres hijos. La clase de gente que Dogville consiente, ampara, necesita.




Fernanda Sández
Diario Critica-19.09.2009